El sociólogo Max Weber (1864-1920) en su obra “El político y el científico” establece que el estado tiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza física en un territorio. Sin embargo, esa legitimidad se puede quebrar puesto que la entregan los gobernados. El cuestionamiento sobre el uso de la fuerza, también es el cuestionamiento de quién y cómo ejerce su monopolio. El ejecutivo y su fuerza militar.
En Chile se han vivido meses duros por cómo ha operado la violencia del estado, abriendo un cuestionamiento sobre qué tipo de gobierno estamos teniendo al respecto.
El uso indebido de la fuerza en la implementación de distintos elementos disuasivo con armas ha tenido consecuencias graves, como la muerte de personas escapando, atropellos con carros y atropellos con autos civiles por parte de la policía.
El patrón mutilador ha dejado sin ojos a más de 300 personas. Las violaciones y los centros de tortura, algo increíble para un país que vivió una de las dictaduras más cruentas de América Latina, fueron verificados por instituciones como Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Colegio Médico y el INDH (Instituto Nacional de Derechos Humanos)
La vulneración a grupos de especial atención como enfermos en hospitales, niños y niñas y gente en situación de calle, nos recuerda los peores años del nazismo, donde gitanos, vagabundos y todo aquello que representara un “otro” era sospechoso y víctima de la violencia.
Por último el secuestro y golpizas injustificadas. Este ejercicio de violencia nos remite a la excepcionalidad, la dictadura con prácticas que vulneran cualquier principio. Los últimos sucesos de secuestros y golpizas a jóvenes en Puente Alto y Cerrillos coloca en evidencia un modus operandi del uso de la fuerza física y la violencia. Un patrón.
Ante esto, está la pérdida de legitimidad de la violencia. Ésta, a diferencia de la espontánea y callejera, refleja un patrón institucional, una democracia con muy poca aprobación, donde una minoría decide el parlamento y con un ejecutivo que fue elegido por un sistema representativo agotado. Frente a las demandas que se han levantado desde el estallido, el arte de gobernar no ha representado la voluntad del pueblo, sino intereses que forjaron un modelo en crisis. No hay voluntad de cambiar las reglas y las personas se están dando cuenta de aquello.
Nos afrontamos a un presente de especial atención sobre el tipo de violencia. Violencias lentas pero duras, que ocurren en regímenes “democráticos” pero que se ejercen con un arte de gobernar conservador (conservar el orden). Lo que se está defendiendo tras el ejercicio de la
fuerza no es precisamente el cuidado sobre “un enemigo poderoso”, sino los intereses y la arquitectura construida entre 1985 – 2019. Con grupos de poder y nuevos ricos, las siete familias, las aseguradoras de fondos de pensiones, la propiedad de los recursos naturales, el sistema financiero y la especulación inmobiliaria, colusiones, robos y corrupciones instituidas desde la cabecera presidencial hacia abajo. La violencia es lenta porque ha sido gradual en el tiempo, pero es dura porque se ejerce con patrones adquiridos en un sistema dictatorial, de excepcionalidad que atenta contra los derechos fundamentales de los ciudadanos, en especial de los más
vulnerables.