Lavarse las manos, toser en el pliegue del codo, quedarse en casa, evitar tocar la cara, no tomar ibuprofeno en caso de síntomas. A la vez, no desesperase. Listo, habiendo recordado lo básico del checklist de la responsabilidad con el fin de combatir y no contribuir con la pandemia COVID-19, inserto reflexión semi-paralela:
Muchas de las filosofías orientales, como el yoga, defienden que somos una integración entre mente, cuerpo y espíritu. Yo, particularmente, creo en ello. A finales del año pasado, en medio al caos personal que me supuso dejar Barcelona tras haber vivido cuatro años en esa ciudad increíble – dónde no solo desarrollé mi tesis doctoral, bien como cultivé una familia ampliada de amigues, una rutina lejana de las amarras de la sociedad de donde provengo y un grupo de colegas que profesionalmente son de quitarse el sombrero – me enfermé. Yo que siempre presumí de nunca quedarme sin voz (uso literal), me hallé en dicha situación, en la cual también se sumaron dolores en la espalda, garganta y una piel granosa. A mí me quedó claro: esos síntomas estaban llamándome a un descanso del estrés emocional-físico de las despedidas y del cansancio corporal por la logística de la mudanza a que estaba sometida. Era hora de parar y cuidarme.
Pero, ¿dónde queda el límite entre esa unidad integrada por tres partes que somos y las demás unidades (léase personas) de la sociedad? ¿Hasta dónde yo soy yo, solamente yo, y tú eres tú, solamente tú? Preguntas tramposas que añaden un grado más de complejidad al pensar nuestras vidas. En ese sentido, creo que los grupos sociales de los cuales hacemos parte, en verdad, solo son reflejos expandidos de nosotres como individuos (vaya, ¡gracias por iluminarnos con lo obvio!). Si bien es verdad que, y aquí la ecología no me deja afirmar nada diferente, ese todo social es más que la suma de los individuos, potencialmente y muy probablemente también puede reproducir dinámicas de esos últimos.
Teniendo lo anterior en cuenta, pienso interpretar el COVID-19 como ese conjunto de síntomas que nos está afectando como sociedad para pasarnos el siguiente mensaje: frenad y solidarizaros. No soy la primera en exponerlo. Hay un desequilibrio muy grave entre lo que nuestra mente y espíritu colectivos están concibiendo y lo que está sintiendo nuestro cuerpo colectivo. Nuestra búsqueda imparable por consumir siempre más (recursos, productos manufacturados, experiencias, personas, etc.), nuestra generalizada falta de empatía hacia los demás (incluso, de otras especies) y ausencia de conciencia de clase, nuestras acciones cotidianas repletas de prejuicios y egoísmos… son pistas para ese entendimiento. Agregando insulto a la lesión a través de un ejemplo directo, una de las dos hipótesis del origen de la transmisión del COVID-19 en la especie humana se refiere a una mutación proveniente de una especie animal comercializada para el uso humano (algo similar pasa con otras enfermedades, tal como la influenza), haciéndonos replantear hasta qué punto esa práctica (la producción y la comercialización animal) es realmente sana y beneficiosa para la sociedad humana, más allá de la clásica discusión respectiva a los demás seres vivos (es decir, el antiespecismo).
El momento requiere responsabilidades sí, pero sobre todo aquellas que traspasan la contención de la pandemia para incluir medidas de contención de sus causas subyacentes. En ese planeta, o somos todes uno o no seremos. ¡Namasté!
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Leyenda de la foto en adjunto: Billete de solidaridad colgado en el ascensor de un edificio en Brasil en esta semana “Estimados vecinos, ante la pandemia COVID-19 (más peligrosa en personas mayores de 65 años o enfermos crónicos) me pongo a la disposición para ir al supermercado y/o farmacia caso necesiten. Cuidemos de todos! Att, Daniel Rocha (apto. 202)”. Fuente: Fernando Paiva.