Por Briana Bombana.
Que Jair Messias Bolsonaro no está sabiendo gestionar muy bien la situación de la COVID-19 no es novedad para nadie. Si el mandatario máximo de Brasil no está preocupado en salvar vidas, el retraso de esta enfermedad en llegar al país más grande de Sudamérica cuando Europa ya estaba con su cotidiano patas arriba poco pudo hacer para evitar que se convirtiera en el epicentro actual de la pandemia. El rango de explicaciones sobre esta realidad es diverso, abarcando desde cuestiones políticas anteriores al ascenso de aquél-que-no-debe-ser-nombrado al puesto más alto e importante de su país hasta recomendaciones puntuales actuales respecto a las actividades permitidas y a los productos a utilizar ante la situación que se nos presenta.
En los últimos días, en particular, una de estas recomendaciones ha recibido mucho destaque: la publicidad y la autorización por parte del Gobierno Federal de Brasil para el uso de la cloroquina, tanto para la sanidad pública como privada. ¿La razón para tanto destaque? Es que la recomendaban en la misma semana en que una de las revistas más importantes de medicina a nivel internacional – theLancet – publicaba un extenso estudio descalificando el uso de dicha sustancia como medida eficaz para tratar los infectados del coronavirus, si bien útil para el tratamiento de otras enfermedades como la malaria. En otras palabras, emplear la cloroquina no solo no estará ayudando el tratamiento del coronavirus, bien como lo empeora; y que, en el sistema público de salud, acaba siendo financiada por los impuestos de todes les contribuyentes.
Mientras tanto, en los camerinos, el ministro brasileño de medio ambiente – Ricardo Salles – venía y viene utilizando todas las polémicas alrededor del virus en cuestión, incluida la discusión acerca de la cloroquina, como oportunidad para aprobar modificaciones pensadas para flexibilizar la legislación ambiental brasileña. ¡Y ojalá eso fuera una interpretación personal mía de sus acciones! Pero el propio Ricardo en una reunión ministerial que se hizo pública, realizada el día 22 de abril, afirmó que “se necesita tener un esfuerzo nuestro aquí mientras estamos en ese momento de tranquilidad respecto a la cobertura de la prensa…. para ir cambiando todo el reglamento y simplificando normas” referidas a la protección del medio ambiente. No es por menos que, en contramano de lo que se ha estado observando a nivel mundial en el contexto de la pandemia, Brasil viene aumentando las emisiones de los gases del efecto invernadero este año como resultado de la deforestación.
Teniendo ese panorama en cuenta, creo que no es exageración afirmar que el conjunto de ese gobierno no sólo no está preocupado en salvar vidas humanas, pero tampoco y menos las de otras especies. Preocupades, en cambio, nos sentimos nosotres que vemos los efectos inmediatos de sus acciones en los números actuales de casos fatales en Brasil y, a medio y largo plazo, nos planteamos el grado de extensión de los efectos de sus políticas genocidas y ecocidas [1] en todos las esferas. Especialmente, en la esfera medioambiental, la misma cloroquina acaba por convertirse en un ejemplo emblemático, mismo cuándo desde un punto de vista muy antropocéntrico. Es decir, dado que el origen de ese compuesto adviene de una planta sudamericana llamada Cinchonaofficinalisy teniendo en cuenta las cada vez más altas tasas de deforestación, surge la pregunta: ¿cuántas cloroquinas, sean ellas para el tratamiento de la malaria, de la COVID-19 o de lo que tengamos todavía que afrontar en el futuro, estaremos dejando de descubrir con la destrucción de tantas especies?
[1] En el libro “Um nouveau droit pour la Terra. Pour em finir avec l’écocide” (2016), Valérie Cabanes defiende que el ecocidio – entendido como la destrucción de nuestra casa común: la Tierra – debería ser incluido en la lista de crímenes a ser juzgados por el tribunal penal internacional, tal y como ocurre con el genocidio.