Por Briana Bombana.
Foto carnet, toma de huellas, rúbrica de persona responsable, tasa para expedición de cédula de identidad pagada, cola en el órgano gubernamental encargado de expedirla, algunos días de espera y, fíjate tú, se expidió. Identidad es realmente una cosa seria. Identidad parece ser tan seria que llega a ser más que seria y, efectivamente, lo es: es algo complejo, que viene siendo estudiado por diversas disciplinas, como la sociología y la psicología hace tiempo. Desde que me di cuenta de ello es que, por tanto, quedarse guapilla en la foto ha dejado de ser suficiente, haciendo con que me halle yo, hace algunos años, en el intento de comprender un poco de la mía.
El bichito de la curiosidad, muy travieso, que cohabita en mi cuerpo junto conmigo ha sido crucial en esta tarea: él me estimuló a salir de casa, andar, caminar y volar lejos en búsqueda, de entre otras cosas, de dicha identidad. Y fue así volando que un día, en España, conocí una chica que sabía – un asombro – sus ochos apellidos, al derecho y al revés. Dado que le fue tan simple cuánto decir que 3 por 3 son 9, “¡interesante!” fue lo que pensé. Interjección ésta de inmediato seguida de frustración… Yo no sabía mis ocho apellidos, quisiera yo saberlos de memoria y declamarlos sin dudar.
Por supuesto que la búsqueda de la identidad de uno va más allá de su árbol genealógico, pero si me he puesto como objetivo de vida entenderme mejor y saber mi lugar en el mundo, creía importante empezar por ahí. Efectivamente, una de las definiciones más básicas de la palabra identidad habla de un “conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás” y, por lo tanto, el entendimiento de mi origen (de la familia, lugar de nacimiento, etc.) me debería de ayudar a conectar mejor las características de quien soy.
Fue en este entonces que tomé la descubierta de mi ascendencia como un reto. Yo, Briana Angélica Bombana, quería saber qué había más allá de este Bombana y de aquél Da Silva escondido. Escondido porque, aunque lo llevo en la sangre, ya en 1988, fue precozmente cortado de mi registro. Lamento por mi rostro adolescente inmortalizado en fondo blanco de mi, antes mencionada, foto carnet, el cual nunca ha tenido el placer de coexistir en mi cédula acompañado del apellido más popular de Brasil.
Acto seguido, saber mi origen paterna, es decir, todo lo que acompañaba el apellido Bombana, de origen italiano, fue fácil. Mi padre, que no debe de saber ni 10 palabras del italiano normativo, ostenta sus ochos apellidos italianos, todos muy identificados y rastreados. Aquí, hago uso del verbo ostentar porque es éste el que, más posiblemente, resguarda a aquel que lleva un apellido europeo en un país racista con complejo de inferioridad y nortecentrista como Brasil. A los que aún le dan cabida a este tipo de distinción “positiva”, les cuento un secreto: sus antepasados europeos, muy probablemente, cruzaron el océano huidos de la guerra, del hambre, o de los dos; así que la historia de sus familias es más similar a la de los demás latinoamericanos “no-europeos” de lo que parece.
El misterio del árbol, por lo tanto, adentraba por el costado materno. Da Silva, el apellido de cerca de 10% de la población brasileña (¡algo como 20 millones de personas!), hizo de la tarea de escudriñar su raíz una dificultad. Si por un lado hay la idea de que llegó a Brasil con familias portuguesas, muchas de ellas queriendo anonimato en nuevas tierras, por otro fue el apellido otorgado por algunas de las familias a millares de personas esclavizadas trasladadas al Brasil Colonia. Y si yo sigo sin entender muy bien de dónde ha salido el mío, imagínense la situación de los descendientes de la población negra que llegó a mi país… como mercancía, sin derecho a mantener lo más mínimo de su dignidad humana, en ella implícita, su pasado. Es, incluso, ésta la motivación que llevó a que Eliana Alves Cruz escribiese un libro –Água de Barrela – para contar sobre la exploración que llevó a cabo para que hoy por hoy pudiese figurar como una de las pocas brasileñas de origen africano que pueden asumir saber de su pasado. En sus propias palabras “saber nombre, lugar de partida y de resistencia me hace saber adónde quiero llegar y el país que quiero no solamente para “los míos”, pero para todos: una nación que, antes de exigir amor para sí, sepa distribuirlo para que nadie necesite dejarla. Lejos de compararme con Rebouças o con el reverendo Luther King, pero yo también tengo un sueño”. Tomando esa reflexión como base es que yo rectifico lo antes destacado: Mismo que creamos tener una identidad por solo llevar la cédula en la billetera, aquella es en verdad un proceso tan amplio cuanto necesario para nuestro propio entendimiento y de cualquier cambio que pueda resultar de él, individual y colectivamente. Por eso es que ojalá, un día, vivamos en países dónde su población podrá saber y contar su pasado como parte esencial de la construcción de su identidad, pero sobre todo por derecho a ser alguien con memoria.